KOD PESZEROWY I WIEDZA WSPÓŁCZESNA

Mi peculiar modo de entender la Historia

jueves, 14 de marzo de 2013
Capítulo IX
El secreto de Rennes-le-Château,
            un viaje iniciático al origen de la leyenda.
                           
La compañera del Salvador: la Magdalena en los evangelios canónicos y en los evangelios gnósticos.


                     María Magdalena en el bajorrelieve del altar de la iglesia de Rennes-le-Château.


Sin darme cuenta me encontraba ante el altar, ¡y allí estaba! Casi sin querer me vi cautivado inmediatamente por la belleza de aquel bajorrelieve tantas veces observado en numerosas fotografías, y que ahora brillaba en todo su esplendor ante mi atónita mirada. María Magdalena yacía de rodillas en el interior de una gruta rocosa ante una cruz formada por dos ramas, una muerta y la otra viva, con algunas hojas verdes que comenzaban a retoñar hacia la mitad del tronco. Junto a ella, un libro abierto y una calavera, completando así los tres símbolos característicos que ya había visto en la estatua de la pecadora. Vestida con un manto de color oro, los dedos de sus manos se entrecruzaban formando una curiosa postura, mientras que unas lágrimas resbalaban delicadamente por sus tenues mejillas. A sus espaldas, en el exterior de la gruta, se intuía la silueta de una especie de construcción recortada contra el cielo, que muchos han querido identificar como los restos de un antiguo pórtico visigodo, que aun en el siglo XIX podía contemplarse a la entrada del pueblo, y la torre de la iglesia de Santa María Magdalena.
Se dice que fue el propio Saunière quien diseñó el bajorrelieve y que fue él personalmente quien aportó los últimos retoques pintando la obra. Bajo el cuadro había hecho grabar una inscripción latina, actualmente desaparecida tras ser borrada por algún vándalo sin escrúpulos. La inscripción rezaba lo siguiente:


                                El bajorrelieve con la inscripción desaparecida.



 JÉSU. MEDÉLA. VULNÉRUM+SPES. UNA. POENITENTIUM.
PER. MAGDALENAE. LACRYMAS+PECCATA.NOSTRA.DILUAS.

“Jesús, remedio a las heridas, única esperanza del penitente,
por las lágrimas de Magdalena, borra nuestros pecados”.

         (Lo más inquietante de todo aquello era que esa misma frase es la que se encontraba en la parte inferior de uno de aquellos sospechosos pergaminos hallados por Saunière bajo el altar de su iglesia).


         Pergamino presuntamente hallado por Saunière con la inscripción JÉSU MEDÉLA VULNÉRUM...


         No pude evitar lanzar un profundo suspiro ante la belleza de aquella imagen. De pronto, una perturbadora visión me pasó fugazmente por la cabeza. ¿Era una ilusión mía o verdaderamente daba la sensación de que María Magdalena parecía ¡estar embarazada!? Sin lugar a dudas, me estaba dejando arrastrar en exceso por la magia del lugar, y mi mente comenzaba a darme malas pasadas. Pero, ¿tenía aquello algún sentido?
         Por un momento volví a recordar todas aquellas leyendas que nos recordaban la llegada de María Magdalena a las costas de Marsella con el fruto de su unión con Jesús, portando lo que sería la “Sang Raal” o Santo Grial. Cátaros y templarios habían sido exterminados por esa herética creencia, mientras que la Iglesia Católica se había empeñado en desprestigiar en lo posible a la figura de la Magdalena. Pero allí, ante mis incrédulos ojos, tenía una desconcertante imagen que bien podría ser el fruto de los desvaríos de un demente o, como yo así comenzaba a creer, un mensaje lanzado para “quien lo supiera leer” y que había permanecido oculto durante los últimos 2.000 años.
         Pero aquella no era una imagen aislada. Como nos recuerda Margaret Starbird, en su extraordinario estudio sobre María Magdalena, “Georges de la Tour (1593-1652), artista oriundo de Lunéville, en Lorena, pintó seis versiones diferentes de la Magdalena penitente, en cada una de las cuales la mujer lleva una blusa blanca y una falda roja, combinando los colores rojo y blanco de la hermana-esposa, símbolo de doble pasión y pureza. Está sentada en una silla, mientras contempla varios objetos: una calavera, una candela, un espejo y una perla grande. Y la mujer aparece inequívocamente embarazada”.


                         Magdalena penitente de Georges de la Tour.

         Del mismo modo, en un cuadro de Giovanni Lanfranco (1582-1647), María Magdalena transportada por los ángeles, se nos vuelve a presentar a una Magdalena visiblemente embarazada, en brazos de unos querubines.1


                       María transportada por los ángeles de Giovanni Lanfranco.


         Sin lugar a dudas, nos encontrábamos ante unas evidencias cuyas terribles implicaciones eran muy difíciles de prever. Pero, ¿realmente pudo ser María Magdalena la esposa de Jesús? ¿Qué dicen los Evangelios al respecto?
         Si observamos con detenimiento los Evangelios canónicos, nos damos cuenta que a parte de la Virgen María, María Magdalena constituye la única mujer a quien los cuatro evangelistas citan por su nombre. Su primera aparición había sido durante el ministerio de Jesús en Galilea, formando parte del grupo de mujeres que le seguían. Como muy bien nos recuerdan Lynn Picknett y Clive Prince, “la tradición la identifica con otras dos mujeres del Nuevo Testamento: María de Betania, hermana de Marta y de Lázaro, y la mujer cuyo nombre no se cita que unge los pies de Jesús con esencia de nardos que saca de un vaso de alabastro”.
         Según los Evangelios canónicos, María Magdalena estuvo presente en la Crucifixión y fue el primer testigo de la Resurrección. Este tema siempre ha sido bastante escabroso para los teólogos. Tradicionalmente, la Iglesia Católica siempre ha fundamentado su autoridad apostólica en Pedro basándose en que fue él el primer discípulo de Jesús que lo vio resucitado. Pero veamos que dicen en realidad los evangelistas:

“Y después del sábado, al amanecer el primer día de la semana, vino María Magdalena, con la otra María, a visitar el sepulcro.
(...)
Cuando he aquí que Jesús les sale al encuentro, diciendo: Dios os guarde; y acercándose a ellas, abrazaron sus pies y le adoraron.
Entonces Jesús les dice: No temáis: id, avisad a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán”.
(Mateo, 28: 1, 9-10).

“Y habiendo resucitado de mañana, el primer día de la semana, se apareció primeramente a María Magdalena, de la cual había lanzado siete demonios.
Y Magdalena fue a dar las nuevas a los que habían andado con él, que no cesaban de gemir y llorar”.
(Marcos, 16: 9-10).

“Y volviendo del sepulcro, anunciaron todas estas cosas a los once y a todos los demás.
Las que refirieron esto a los apóstoles eran María Magdalena y Juana, y María madre de Santiago, y las otras sus compañeras”.
(Lucas, 24: 9-10).

“Entre tanto María estaba fuera llorando, cerca del sepulcro. Con las lágrimas, pues, en los ojos, se inclinó a mirar al sepulcro.
(...)
Dicho esto, volviéndose hacia atrás, vio a Jesús en pie; más no conocía que fuese Jesús.
(...)
Va María Magdalena a anunciar a los discípulos: He visto al Señor y me dijo esto”.
(Juan, 20: 11, 14, 18).

Queda claro, pues, que fue María Magdalena, y no Pedro, la primera a quien se le apareció Jesús resucitado. Pero, entonces, ¿a qué se debía ese empeño en marginar concienzudamente a la Magdalena por parte de los primeros Padres de la Iglesia? ¿Por qué la temían tanto?
Nos encontrábamos, sin duda, ante un personaje tan poderoso como enigmático. Incluso los mismos Evangelios parecían evitarla, ya que, como nos dicen Picknett y Prince, “después del cumplido a regañadientes que le hace el evangelista al destacarla de las demás, nunca más aparece, ni en los Hechos de los Apóstoles, ni en las epístolas de Pablo (ni siquiera cuando éste describe la tumba vacía), ni en las de Pedro”.
Pero esa visión sesgada de María Magdalena pronto habría de cambiar. En 1945 fueron descubiertos en la aldea egipcia de Nag Hammadi, los desde entonces llamados evangelios gnósticos. Se trataba de una colección de primitivos textos del gnosticismo cristiano, algunos más o menos contemporáneos, de los evangelios canónicos. La primitiva Iglesia los había clasificado de heréticos “y los buscaba con sistemática aplicación para destruirlos, como si contuviesen algún secreto de gran peligrosidad para la Institución que estaba en vías de establecerse”.


                                Evangelios gnósticos hallados en Nag Hammadi en 1945.

En realidad lo que verdaderamente proclamaban la mayoría de estas escrituras prohibidas era la preeminencia de María Magdalena. Según Picknett y Prince, “esta categoría superior no consistía sólo en ser la primera entre las mujeres, sino que era literalmente Apóstol de Apóstoles y por tanto sólo cedía en rango al mismo Jesús, por encima de los seguidores varones y mujeres. (...) En estos textos no era Pedro el elegido como mano derecha de Jesús, sino María Magdalena”.
Incluso existía uno de estos textos gnósticos con el sugerente título de Evangelio de María, según el cual fue la propia Magdalena quien se encargó de reunir de nuevo a los discípulos después de la Crucifixión, convenciéndolos para que no abandonaran y para que se comportasen como verdaderos y fieles apóstoles.
Hasta aquí parecía demostrado que María Magdalena había sido una figura mucho más influyente y decisiva de lo que tanto los evangelios canónicos como la primitiva Iglesia querían hacernos creer. Pero, ¿demostraba esto que había sido verdaderamente la “compañera” de Jesús?
                 
En uno de los numerosos textos gnósticos hallados en Nag Hammadi encontramos uno particularmente significativo en este sentido: es el llamado Evangelio de Felipe, en donde se atribuyen a Jesús actos y dichos totalmente distintos de los que aparecen en los Evangelios canónicos. En él hallamos un fragmento en donde se describe gráficamente una relación mucho más íntima entre la Magdalena y Jesús:

“La compañera del Salvador es María Magdalena. Pero Cristo la amaba más que a todos los discípulos, y solía besarla a menudo en la boca. El resto de los discípulos se sentía ofendido. Le decían: ¿Por qué la amas más que a todos nosotros? El Salvador contestó diciéndoles: ¿Por qué no os quiero como la quiero a ella?”.

         Tal como han apuntado Picknett y Prince, “si bien hoy la palabra compañera puede tomarse como camarada, colega y amiga en sentido puramente platónico, en cambio la palabra griega original significaba consorte o pareja sexual”.
         En el ya mencionado Evangelio de María encontramos unas reveladoras palabras en boca de Pedro, dirigiéndose a María Magdalena:

“Mariam, hermana, nosotros sabemos que el Salvador te apreciaba más que a las demás mujeres. Danos cuenta de las palabras del Salvador que recuerdes, que tú conoces y nosotros no, que nosotros no hemos escuchado”.

         La actitud de Pedro se torna hostil, recriminando el trato de preferencia que mostraba Jesús hacia aquella mujer:

“¿Ha hablado con una mujer sin que lo sepamos, y no manifiestamente, de modo que todos debamos volvernos y escucharla? ¿Es que la ha preferido a nosotros?”.

Ante lo cual, Leví sale en defensa de María Magdalena, rechazando el comportamiento de Pedro:

“Pedro, siempre fuiste impulsivo. Ahora te veo ejercitándote contra una mujer como si fuera un adversario. Sin embargo, si el Salvador la hizo digna, ¿quién eres tú para rechazarla? Bien cierto es que el Salvador la conoce perfectamente; por eso la amó más que a nosotros”.

Parece, pues, evidente que los evangelios gnósticos ofrecen una visión bien distinta de la relación entre Jesús y María Magdalena de la que estábamos acostumbrados. Pero, ¿qué nos dicen los evangelios canónicos al respecto?
En el famoso episodio narrado por Juan de la Resurrección de Lázaro, encontramos un curioso fragmento en el momento en que Jesús regresa a Betania tras conocer la noticia de la muerte de Lázaro:

“Marta, pues, así que oyó que Jesús llegaba, fue a buscarle; María en tanto quedaba en casa.
          (...)
Dicho esto, fuese, y llamó secretamente a María, su hermana, diciéndole: el Maestro está aquí y te llama.
Apenas ella oyó esto, se levantó apresuradamente, y fue a encontrarle”.
(Juan, 11: 20, 28-29).

         Según sostienen Hopkins, Simmans y Wallace-Murphy, en esta descripción, “María se comportaba como una esposa consciente de sus deberes. Al regreso del esposo, ella se quedaba en casa, esperándolo. Otras personas podían salir a su encuentro para saludarle, pero la esposa debía permanecer en el santuario del hogar, salvo si él mandase otra cosa, naturalmente”.
         En este sentido, Laurence Gardner comparte esa misma opinión, matizando que “en su condición de esposa de Jesús, María estaba ligada al estricto código matrimonial y no le estaba permitido salir de la casa para recibir a su marido hasta haber recibido su expreso consentimiento para ello”.
         En relación con este discutido episodio narrado por Juan, cabe recordar el extraordinario hallazgo realizado en 1958 por el profesor Morton Smith, de la Universidad de Columbia, y que confirmó que una de las razones por las que no existía ninguna mención del matrimonio de Jesús en los Evangelios era que la primitiva Iglesia se había dedicado a suprimir toda evidencia. Se trataba de un antiguo manuscrito que incluía una transcripción de una carta del obispo Clemente de Alejandría, uno de los primeros padres de la Iglesia, dirigida a su colega Teodoro, incluyendo también un pasaje desconocido del Evangelio de Marcos.
         Según nos relata Laurence Gardner, esta “carta de Clemente decretaba que dicho pasaje fuera suprimido puesto que no estaba de acuerdo con los objetivos de la Iglesia”. Vale la pena reproducir aquí un fragmento que no tiene desperdicio:

“Incluso si dicen algo cierto, los que aman la Verdad no deberían estar de acuerdo con ellos. Puesto que no todas las cosas verdaderas forman parte de la Verdad; tampoco debería tal verdad, que en apariencia parece estar de acuerdo con las opiniones humanas, ser preferida a la verdadera Verdad, aquella que está de acuerdo con la fe.
(...)
Ante ellos estamos obligados a no hacer concesiones jamás; y menos a aquellos que presentan falsificaciones que demuestran que el Evangelio secreto pertenece a Marcos, lo cual debe ser negado bajo juramento. Puesto que no todas las verdades han de ser explicadas a todos los hombres”.

         Quedaba claro, pues, que había que suprimir ese texto original de Marcos y mantenerlo en secreto por el bien de la “verdadera Verdad”. Pero ¿qué incluía ese nuevo evangelio de Marcos para que la primitiva Iglesia lo considerara tan peligroso?
         En palabras de Laurence Gardner, “en el texto suprimido del Evangelio de Marcos hay una versión de la resurrección de Lázaro, en la que éste habría reclamado la presencia de Jesús desde el interior de la tumba, antes incluso de que la losa fuera apartada. Por lo tanto, queda claro que no podía estar muerto en el sentido físico, lo que para la Iglesia significaría una derrota en su insistencia en considerar la resurrección de Lázaro como un milagro”.
         Por otro lado, en este Evangelio “secreto” de Marcos, no se incluía ninguna referencia sobre la resurrección de Jesús y sus consecuencias, finalizando con las mujeres abandonando la sepultura vacía.
         Pero, en lo que se refiere a la relación entre Jesús y María Magdalena, y al fragmento que nos ocupa de la llegada de Jesús a Betania tras la muerte de Lázaro, el texto de Marcos que fue suprimido por la Iglesia, explica como, en un primer momento, María salió de la casa con Marta para recibir a Jesús, pero fue inmediatamente amonestada por los discípulos y enviada de nuevo al interior a la espera de las instrucciones del Maestro. A la luz de este nuevo giro argumental, el episodio confirmaba de una manera aun más clara, como el comportamiento de María Magdalena y de Jesús se ajustaba exactamente al comportamiento tradicional de una pareja de esposos judíos.
         Recientemente, Karen King, profesora de la Universidad de Harvard, había dado a conocer un pequeño fragmento de papiro del siglo IV, escrito en copto (del tamaño de una tarjeta de crédito), en el que se reproducía un diálogo entre Jesús y sus discípulos, y en el cual habla de su mujer, a la que llama María. El papiro, que probablemente es una copia de un texto del siglo II, ha sido llamado El evangelio de la mujer de Jesús, y en él puede leerse:

 
“Mi madre me ha dado la vida…
los discípulos preguntaron a Jesús…
negó. María es digna de eso…Jesús
les dijo: mi mujer…podrá ser mi discípula. Que los malvados se inflen…
en lo que me concierne, viviré con
ella por…una imagen”.


     Fragmento del Evangelio de la mujer de Jesús.



         Todo parecía indicar que la Iglesia se había esmerado desde un principio en ocultar información sobre un posible matrimonio entre Jesús y María Magdalena. Pero, ¿tan grave era que Jesús estuviese casado?
         Al fin y al cabo, como nos recuerdan Picknett y Prince, “en aquellos tiempos lo más natural era que un rabí fuese un hombre casado; lo contrario sí habría dado lugar a mucho comentario, y no se habría omitido en los evangelios una justificación expresa de tal circunstancia. En una cultura tan dinástica como aquella, un Jesús célibe y sin hijos hubiera sido piedra de escándalo, y se habría visto obligado a explicarlo en el decurso de su vida pública o como parte de sus supuestas enseñanzas. En realidad la tradición judaica no sólo aborrecía el celibato sino que incluso lo consideraba auténticamente pecaminoso”.
         Ratificando esta opinión, Baigent, Leigh y Lincoln añaden que “si Jesús no estaba casado, el hecho hubiera sido sumamente conspicuo. Habría llamado la atención y se hubiese utilizado para caracterizarle e identificarle. Le hubiera apartado en un sentido significativo del resto de sus contemporáneos. De haber sido así, es de esperar que como mínimo una de las crónicas de los evangelios haría alguna referencia a tan marcada desviación de la costumbre”.
         Pero a pesar de todo ello, la Iglesia continuó insistiendo en mantener apartado a Jesús de cualquier contacto impuro con una mujer, ya que incluso su vecindad física podía llegar a contaminar el cuerpo, la mente y el espíritu de los hombres, que por naturaleza eran buenos y puros. Como muy bien añaden Picknett y Prince, “qué duda cabe de que el Hijo de Dios nunca querría ponerse en tal situación de riesgo mortal”. Esta misoginia generalizada de la Iglesia, que fue aumentando desmesuradamente a lo largo de los siglos, acabaría por relegar al ostracismo a la pobre María Magdalena, consintiendo que su imagen fuese la de una prostituta, aunque, por supuesto, arrepentida. ¡No podía ser de otra manera! El mensaje estaba claro, María Magdalena, y por extensión el resto de las mujeres, eran impuras y espiritualmente inferiores a los hombres, y solamente la Iglesia podía ofrecer la redención de los pecados.

Cud w Kanie Galilejskiej − według Ewangelii św. Jana Jezus Chrystus przemienił wodę w wino podczas wesela w Kanie Galilejskiej, galilejskim miasteczku w pobliżu Nazaretu. Przemienienie wody w wino jest pierwszym z 37 opisanych w Ewangeliach cudów Jezusa w okresie jego publicznej działalności. Świadkami cudu mieli być Apostołowie i Maryja, Matka Jezusa. Miasteczko obecnie jest identyfikowane z Kafar Kanną[1].

Opis tego cudu nie znajduje się w Ewangeliach synoptycznych, umieszczony jest on tylko w opisie działalności Jezusa spisanym przez św. Jana Apostoła (J 2,1-11).